
“We can disagree and debate, but let’s never forget who the real enemies are – the ones who want to keep things just as they are.” – Congrés del Labour Party, 2017
El Frente Popular de Judea, la unidad imposible o la suma de porcentajes de voto de los partidos de izquierdas en jornada postelectorales. Todos son memes clásicos que giran alrededor de una misma idea: la izquierda nunca se pone de acuerdo y eso la penaliza. El reverso de esta sátira es la derecha, que, pese a que mantenga posiciones muchas veces alejadas entre si, acostumbra a unirse para maximizar sus posibilidades. Aunque sea una exageración, esta imagen esconde un cierto punto de verdad, pero también encontramos múltiples ejemplos que la desmienten.
La arena electoral tiene unas reglas propias, que suelen premiar a aquellos que son capaces de llegar a acuerdos amplios. La lógica es simple, sumar el mayor número de votos posibles para conseguir la máxima representación. Cuando una fuerza se presenta a unas elecciones, lo hace con el objetivo de transformar la realidad y, en última instancia, ganar. Entendido este objetivo, ¿qué sentido tiene que espacios que comparten una misma visión y más del 90% del programa concurran por separado?
La experiencia nos muestra que la dispersión del voto progresista tiene consecuencias reales. Competimos contra los medios de comunicación, contra el lawfare y contra los poderosos. ¿Y si dejamos de competir entre nosotros? El statu quo aprovecha cualquier rendija para herir las fuerzas transformadoras, y las disputas internas tienden a ser amplificadas mediáticamente. Por cada pieza en la prensa dedicada a una discusión interna, se pierde una oportunidad para explicar nuestro proyecto y su capacidad de transformar las sociedades en las que vivimos.
Barcelona en Comú es el mejor ejemplo de que, cuando se priorizan los puntos de unión por encima de las diferencias, la capacidad de acción se multiplica. No se habría podido llegar a la alcaldía en 2015 y 2019 sin el espíritu de agrupar diversas sensibilidades en torno a un objetivo común: poner el Ayuntamiento al servicio de la gente. Gracias a esta forma de hacer, se logró ser la primera fuerza progresista de la ciudad y desarrollar todas las políticas pioneras que hoy todavía reconocemos.
La suma de opciones políticas nunca es una simple operación aritmética. Cuando varios espacios deciden caminar juntos, el valor no se encuentra sólo en los porcentajes que aportan, sino en la capacidad de generar ilusión, confianza y sentido de victoria. Un acuerdo entre fuerzas progresistas puede actuar como catalizador. Atrae a sectores indecisos, moviliza a quienes habían dejado de creer, y envía un mensaje potente de madurez política y ambición transformadora. No es sólo que el acuerdo sume, es que el acuerdo convence, contagia y abre nuevos escenarios.
Implicarse en la construcción de la unidad no significa renunciar a los matices, ni mucho menos. Quiere decir asumir que la diversidad dentro de la izquierda es una riqueza, pero que hace falta otra forma de gestionarla. La unidad no es uniformidad, es poner por delante el objetivo compartido y construir espacios de cooperación real, más allá de las siglas o dinámicas competitivas. Esto requiere trabajo, generosidad y nuevas formas de hacer política, donde la izquierda institucional y la comunitaria no sólo convivan, sino que se encuentren, dialoguen y refuercen mutuamente.
Es hora de volver a tejer alianzas y construir puentes, con humildad y ambiciosa voluntad de victoria. Si queremos transformar nuestras sociedades, si queremos afrontar los retos de presente y futuro con justicia social y ecológica, necesitamos más que nunca sumar fuerzas. Hay que superar las lógicas de trinchera y poner el acento en lo que compartimos. Sólo así podremos construir mayorías ganadoras y volver a poner las instituciones al servicio de la gente, aquí y en todas partes.