En un momento en que el debate sobre la lengua vuelve al centro de la agenda política, es fundamental repensar cómo abordamos la pluralidad lingüística de Barcelona desde una izquierda transformadora, popular y municipalista. El catalán necesita ser defendido y promovido, pero no desde la nostalgia ni desde una visión identitaria, sino como parte de una apuesta más amplia y valiente: una ciudad verdaderamente inclusiva, donde las más de 300 lenguas que se hablan en la calle sean reconocidas como un tesoro y no como un problema.

Barcelona en Comú ha defendido históricamente el derecho a la ciudad como un proyecto colectivo de convivencia, libertad y diversidad. Por eso, debemos preguntarnos: ¿cómo podemos construir una nueva idea de catalanidad que no excluya, sino que abrace la diversidad cultural de la ciudad y del país? ¿Cómo podemos hablar de lengua no solo como vehículo de integración, sino también como expresión de memoria, arraigo y dignidad para miles de personas que hemos migrado a Catalunya?

El debate sobre la lengua no está desligado de la cuestión de clase. No es solo una cuestión de voluntad, sino de condiciones materiales. Cuando una persona no tiene tiempo, estabilidad o acceso a espacios de socialización en catalán, es absurdo culparla por no utilizarlo. La precariedad y la vulnerabilidad también hablan. Y muchas veces lo hacen en urdú, en árabe, en quechua o en amazigh, y también en inglés, en italiano, francés o castellano. Ignorar esto es desentenderse de la realidad de nuestros barrios.

El reto no es solo salvar el catalán, sino construir una ciudad donde todas las personas se sientan interpeladas. Y para ello, es necesario diversificar radicalmente la forma en que comunicamos y hacemos política. Hoy, casi la mitad de la población de Barcelona utiliza idiomas más allá del catalán y el castellano. Esta realidad no puede seguir siendo invisible en las instituciones ni en nuestras estrategias de comunicación. Comunicar también en árabe, inglés, urdú o rumano no es folclore: es hacer política transformadora y tender puentes en la ciudad real.

Defendemos una ciudad que no impone identidades, sino que las acoge y las mezcla. Un municipalismo que, en lugar de ver las otras lenguas como una amenaza para el catalán, las entienda como aliadas para construir una catalanidad mestiza, insumisa y popular. Una lengua catalana que no se opone a ninguna otra, sino que se refuerza en la mezcla, como plantea Brigitte Vasallo: ensuciándose, contaminándose, incorporando nuevos imaginarios y realidades.

Esta visión no es incompatible con la promoción del catalán. Al contrario: la refuerza. Ofrecer clases gratuitas en locales de la organización, hacer que el Pla de Barris incorpore la lengua en clave comunitaria, o garantizar su uso en los servicios públicos son acciones necesarias. Pero para que el catalán sea realmente una herramienta de cohesión, debe ir de la mano del reconocimiento explícito de todas las demás lenguas que conviven en la ciudad.

Debemos asumir el reto de un catalanismo del siglo XXI: arraigado, pero no esencialista; orgulloso, pero no homogéneo; popular, pero no cerrado. Una nueva idea de catalanidad que no sea una trinchera, sino un espacio de encuentro. Que entienda que ser catalán hoy también significa haber nacido en Lahore, en Casablanca, en Tenerife, en Barranquilla, en El Alto o en Nador, y que hablar catalán no tiene por qué significar dejar de hablar ninguna otra lengua.

Una ciudad verdaderamente democrática no se construye imponiendo un único relato, sino reconociendo todas las memorias y todas las voces. Por eso, más allá de la inmersión lingüística en la escuela, necesitamos una inmersión cultural y política en los barrios, que incorpore a las comunidades migradas como sujetos activos y no como receptores pasivos. Es hora de hacer de la diversidad un eje central de nuestro proyecto de ciudad. No solo por justicia, sino por inteligencia política. Porque si queremos ganar la ciudad, ha de ser con todas sus voces.

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